Subí que te llevo, Ruben

  • Por Juan Francisco Vilches -
  • Publicado el 19/08/2019

En 1980, Roberto Sánchez, Sandro, filmaba “Subí que te llevo”, su última película. Interpretaba a un cantante popular, algo que no le costaba demasiado, que se enamora de una chica, algo que tampoco le costaba demasiado. El conflicto empieza cuando la chica le cuenta que vive con un tío anticuado que nunca lo aceptaría como yerno. Para superar el escollo, el cantante popular tiene la idea de fingir ser su propio hermano gemelo, alejado del mundo artístico, que recién llega al país.

El ídolo sabía que no iba a ser un film memorable, pero estaba tratando de reinventar su carrera. Sandro de América, el mito viviente, el pibe empezó rockeándola como Elvis, que se transformó en cantante melódico y llegó a ser el primer latino en actuar en el Madison Square Garden, a los 35 años no estaba pasando un buen momento en su faz personal y económica y se sentía estancado artísticamente. Apostaba esta película como una forma de, al menos, retornar al contacto masivo con el público desde el celuloide. 

 

 

Una de las escenas de “Subí que te llevo” se grabó en los estudios CBS. Era un día de semana por la noche, y por la estructura del edificio quienes entraban y salían debían pasar por delante del set. Mientras era maquillado, Sandro notó que María Marta Serra Lima entraba al lugar junto a un hombre de barba que no alcanzó a distinguir. El ídolo no conocía personalmente a la cantante, quien había grabado su primer disco tres años atrás. La llamó, y saludó a ella y al hombre de barba, que era el productor de María Marta y uno de los directores artísticos de la compañía, el juninense Ruben Aguilera.

-¿Vas a grabar tu voz? –le preguntó Sandro, siempre recostado con la maquilladora, con ese tono latino que le salía naturalmente, a una Serra Lima que se ruborizaba.

-Sí… En el estudio. En el tercer piso –dijo María Marta.

-Muy bien. Termino con la filmación aquí y subiré a escucharte –prometió.

-No subas –le pidió Aguilera, cortando filosamente el momento de hechizo seductor. Y ante la sorpresa del ídolo y la incredulidad de Serra Lima, sentenció: -Cuando grabamos no dejo subir a nadie.

Sandro no estaba acostumbrado a que le dijeran que no. Por un segundo, la sangre gitana le entró en ebullición. El pibe pendenciero de Valentín Alsina que vivía en él estuvo a punto de extralimitarse. Pero pudo contenerse, a duras penas.

–Está bien, como digas –respondió, le dijo a Serra Lima que luego se contactaría con ella, y siguió con su maquillaje mientras la cantante y el productor subían a grabar.  

 

                                                                         

        Sandro en una escena de "Subí que te llevo"

 

Días más tarde, Ruben –sí, sin tilde, con la primera sílaba acentuada- atendió un llamado a su oficina:

-Sandro tiene que grabar una canción y le falta director. Te eligió a vos -le avisaron. Sabía que era la oportunidad de trabajar con alguien a quien admiraba desde chico. Aceptó de inmediato.

El ídolo llegó a CBS junto a su inseparable y corpulento asistente Pablo, quien le mantenía el vaso de whisky con contenido, algo que alguna vez causaría la envidia de Charly García. Saludó a Aguilera, y se fue al estudio para prepararse para la grabación.

-¿Me trajiste copia de la letra? –preguntó Aguilera desde la consola. Volvía a subir la apuesta.

-No –respondió Sandro desde el otro lado de la pecera.

-La necesito. Por favor, haceme una copia –pidió el productor, y entró al estudio con una lapicera y un papel. El propio Sandro de puño y letra escribió la letra de la canción.

Sandro terminó las tomas y se acercó a la consola.

-¿Qué te pareció? –le preguntó.

-Estuviste bien. Creo que hay algunas cosas que se pueden mejorar –respondió Ruben. Y le indicó en detalle sus observaciones: la respiración, el fraseo, la entonación, los climas según la letra. Sandro escuchó atentamente.

-Perfecto. Fue la última toma. Terminó la grabación –dijo.

Ruben pensó que quizá había ido demasiado lejos, y, sobre todo, en cómo iba a explicar en la discográfica que Sandro no iba a grabar la canción.

Sin embargo, el ídolo le dijo mientras se ponía su sobretodo: “¿Vas para tu casa? Te llevo”.

Al llegar a la casa de Ruben, a la luz de la luna, apoyados en el auto, estuvieron hablando hasta madrugada. Charlaron de música, de Borges y de los Caballeros Templarios, temas que apasionaban a ambos.

A las dos semanas, Ruben Aguilera se convertía en productor y socio artístico de Sandro. La primera canción que arregló, “Fue sin querer” se convirtió en un gran éxito en Centroamérica, especialmente en Puerto Rico, donde el astro realizó una telenovela que fue furor. La carrera y la economía del ídolo estaban relanzadas

 

 

 

 

La relación creativa duró casi una década. En aquellos 80’ de sintetizadores y máquinas, grabaron cerca de setenta canciones en casi diez años. “Era difícil sacarlo de la casa y llevarlo al estudio… Eran 25 metros que le costaban”, recordaría años después Aguilera, riendo. El astro tenía el propio estudio en su casa, donde Ruben se instaló muchas veces para trabajar –y charlar-. 

Uno de sus últimos encuentros fue en Junín, en 1988. Aguilera, luego de una carrera artística sin par, agobiado por largos años de trabajo en un primer nivel, había retornado a su ciudad, más precisamente a su barrio natal, Villa Belgrano, y Sandro actuaba a unas cuadras de su casa, en el club Rivadavia.

Fue una noche lluviosa. En un gesto que Ruben siempre recordará, el ídolo lo invitó a subir al escenario y lo reconoció con palabras elogiosas. Fue ovacionado por el público.

Cerca del final del recital, Sandro dijo:

-Mabel, prepárate las milanesas que en un rato vamos para allá.

Se refería a Mabel Vilches, pareja entonces de Aguilera y madre de sus hijos Jon (ahijado de Sandro) y Cecilia, quien salió poco menos que corriendo apenas terminó el show para cumplir con el pedido.

Ruben acompañó a Sandro a los camarines. De allí, para esquivar a las fans, tuvieron que salir por la parte de atrás del club. En el medio del barro y la lluvia, pusieron una escalera para subir al tapial y otra para bajar a la vereda. Corpulentos, poco ágiles, lejos estaban de los caballeros que asaltaban las ciudades en la Edad Media en las historias que tanto les gustaba comentar. Luego del percance, llegaron a la casa de Ruben, donde cenaron y charlaron en familia degustando las milanesas de Mabel.

En la sobremesa, notaron que llegaban ruidos en calle. Por la ventana entraban luces de los patrulleros. Se asomaron apenas y pudieron ver una multitud en la vereda, llegada en autos, motos y bicicletas, pidiendo ver al cantante. Alguien sagaz se había dado cuenta de que la “Mabel” a quien le pedía milanesas, era la mujer de Aguilera. Averiguaron la dirección y se corrió la voz: ahí estaba Sandro.

Sorprendidos, los comensales que creían estar en el más seguro de los secretos, debieron esperar un buen rato hasta que la gente se disipara. No les costó mucho: tuvieron que seguir hablando hasta la madrugada.

                                                                     

Aguilera, Sandro y detrás Jon, hijo del primero y ahijado del segundo.  

 

Sandro y Aguilera vivieron una década de aventura artística, que tal vez no fue más que la prolongación de aquella primera charla bajo la luz de la luna en la noche de Buenos Aires, apoyados en el auto del ídolo, una charla que se convirtió en canciones, en historia, en mitología, y que tuvo como banda sonora la hermosa música de la amistad.