Las bombas de ayer, el fallo de hoy y un destino común: la proscripción del peronismo

  • Publicado el 16/06/2025

Fue durante el segundo martes del mes en curso cuando Cristina Fernández de Kirchner supo que su destino acababa de sellarse con el candado de la infamia.   

Ese día, la Corte Suprema de Justicia ratificó de un plumazo los fallos del Tribunal Oral Federal N°6 y de la Cámara Federal de Casación Penal (Sala IV), quedando así firme su condena a seis años de prisión e inhabilitación perpetua para ocupar cargos públicos, en la llamada “causa Vialidad” una construcción acusatoria nutrida –según sus abogados– con pruebas antojadizas y testimonios de dudosa catadura. 

Su primera reacción fue enarcar las cejas, antes de decir:

–Y bue… para el peronismo, este siempre fue el mes más cruel.

Obviamente, había relacionado este acto de proscripción con el bombardeo del 16 de junio de 1955 a la Plaza de Mayo, una masacre que no merece ser olvidada.

Pues entonces, retrocedamos 70 años, hasta ese jueves atroz.

Una cita con la gloria

Durante la madrugada, hubo breves lloviznas, mientras las ramas de los árboles se sacudían por las ráfagas del viento.

Ya al amanecer, el clima se aquietó sin componerse del todo. De modo que no se aplazaría el acto programado por el gobierno de Juan Domingo Perón: un desagravio al general José de San Martín, precisamente en la Plaza de Mayo.

Se consideraba que el máximo prócer criollo había sido injuriado cinco jornadas antes, durante la celebración del Corpus Cristi, cuando allí, frente a la Catedral Metropolitana, un grupo de la derecha católica había arriado la bandera argentina para incendiarla, antes de izar la del Vaticano.

Horas después, el gobierno convocó a la población al acto en cuestión.

Su plato fuerte sería el paso por el cielo del lugar de una flotilla integrada por aviones Gloster Meteor de la Fuerza Aérea, en perfecta formación.

Así se llegó al día de los hechos.

A la hora señalada, un trueno de turbinas se hizo oír a lo lejos; ese trueno fue cada vez más audible. Hasta que, entre las nubes, emergieron las pequeñas formas de lo que, desde la Plaza de Mayo, parecían aves de metal.

Parte del gentío aplaudía y los niños agitaban banderitas de cartulina.

¿Acaso eran los aviones del festejo?             

Segundos después, todo se sacudió al compás de la primera explosión. Y, súbitamente, el humo oscureció el horizonte.

Eran, exactamente, las 12:40.

Esa –diríase– epopeya había sido minuciosamente concebida, al punto de inspirarse en el ataque japonés a Pearl Harbor, ocurrido casi tres lustros antes. Su objetivo: liquidar a Perón en la Casa Rosada y tomar el poder (en ese orden).

La conspiración se gestó en la Marina de Guerra, siendo sus bastoneros los capitanes de fragata Aldo Molinari, Francisco Manrique, Jorge Bassi, Néstor Noriega, Antonio Rivolta y el capitán de navío Jorge Enrique Perrén

Detrás de ellos se elevaba la figura del almirante Isaac Rojas, junto a los integrantes de su Estado Mayor (el contralmirante Samuel Toranzo Calderón y el vicealmirante Benjamín Gargiulo, entre otros). El golpe también contaba con el apoyo de ciertos jerarcas del Ejército, como el general Pedro Aramburu, y un grupo de “comandos civiles” de filiación radical.

El plan operativo en sí estaba en manos de Perrén y los suyos.

Este oficial, un cuarentón adusto y devoto de la Virgen María creía a pies juntillas en el éxito del asunto, que ejecutaría la aviación naval. Y, por cierto, estaba orgulloso por dirigir su bautismo de fuego, pese a que el blanco no fuera una tropa extranjera sino la población civil de su propio país.

Tres días antes, tal exaltación anímica fue percibida por su primogénito, un liceísta de la Marina llamado, como él, Jorge Enrique, quien lo vio partir del hogar con pasos firmes. El capitán acudía a su cita con la gloria.

No suponía, claro, que el dato del complot se filtraría a último momento.

Eso hizo que Perón saliera a las apuradas de la Casa Rosada para buscar refugio en un sótano del Ministerio de Guerra, emplazado a metros de allí.  

Ahora, entre los bombazos, la gente corría en diferentes direcciones.

Las melodías de la muerte

La primera explosión hizo añicos el jardín de la Casa Rosada: dos ordenanzas muertos fue su saldo. La siguiente, pulverizó un trolebús cargado de escolares; no hubo sobrevivientes. En minutos, las calles se vieron atestadas por un número impreciso de cadáveres, además de brazos y piernas desmembradas. El sonido de los estallidos se acoplaba a los gritos y al ulular de las sirenas. Pero aún más estremecedor fue el rugido causado por las turbinas de las naves agresoras.

No era el día más indicado para volar. Y puesto que nubes muy espesas cubrían la Plaza de Mayo, los pilotos debían buscar, mediante pasadas rasantes, un hueco para no estropear su orgía de sangre y fuego.

Esa task force estaba integrada por cuatro aviones Catalina (provenientes de la Base Aeronaval “Comandante Espora”); también había 20 aparatos North American (de entrenamiento), comandados por el capitán de corbeta Santiago Sabarots; también había seis cazabombarderos Beechcraff AT 11 comandados por el capitán de corbeta Néstor Noriega y, por último, diez C-40 (provenientes de Punta Indio) con infantes de Marina a bordo.

Ellos serían los encargados de copar la Casa Rosada, mientras tropas de la Tercera División del Ejército avanzaban desde Paraná a Buenos Aires.

Lo cierto es que la coreografía de la aviación naval se prolongó por horas; o sea, más de los debido.

Tanto es así que Perón le dio al jefe del Ejército, general Franklin Lucero, la orden de reprimir.

Los infantes sublevados llegaron a tomar la estación de YPF que estaba a unas cuadras de Plaza de Mayo. Pero apenas bastaron cuatro tanques Sherman, tripulados por militares leales, para reducirlos.

El centro porteño se había convertido en un campo de batalla.

En aquel momento, los aviones ya pasaban ametrallando. Y otros, a muy baja altura, seguían arrojando bombas que, por esa razón, no explotaban.

Algunos de esos aviones enfilaron hacia Ezeiza para cargar combustible. En trayecto, un North American fue derribado por una nave leal. Y su piloto fue tomado prisionero.

En tanto, una columna de trabajadores reclutados por la CGT marchaba hacia Plaza de Mayo para defender la Casa Rosada. Sin embargo, Perón ordenó su repliegue inmediato para evitar más muertes.

Ante la imposibilidad de asesinar al General, y dado que el factor sorpresa se había apagado como la llama de una vela al consumirse, los pilotos golpistas comenzaron a efectuar ataques al voleo en sitios tan equidistantes como la sede de la CGT en la calle Azopardo, el Departamento Central de la Policía Federal y el edificio del Ministerio de Obras Públicas, sobre la avenida 9 de Julio.

A la vez, más civiles seguían muriendo, a pesar de que sus verdugos ya masticaban su fracaso.  

Poco antes de las 17:00, los aviones sublevados huyeron hacia la ciudad de Montevideo.

El almirante Rojas no dudó en profugarse y el general Aramburu fingió su ajenidad al hecho con alguna frase de ocasión. En cambio, el contralmirante Toranzo Calderón asumió la responsabilidad del intento golpista, mientras el vicealmirante Gargiulo se volaba de un tiro la tapa de los sesos.

A partir de entonces, ya nada en la Argentina sería igual.

La genética del terrorismo de Estado

Durante los 55 años posteriores al bombardeo, no hubo precisión alguna sobre su número de víctimas. Hasta 2010, cuando el recordado secretario de Derechos Humanos de la Nación, Eduardo Luis Duhalde, presentó un minucioso informe al respecto, elaborado por la Unidad Especial de Investigaciones Históricas del Archivo Nacional de la Memoria (ANM). Era nada menos que el conteo oficial del Estado argentino sobre aquella matanza múltiple. Sus dígitos hablan por sí mismos: 308 civiles muertos y 800 heridos.

Esa cifra basta como para considerar lo sucedido como el mayor atentado terrorista de la Historia argentina. Pero, además, fue la bisagra entre las antiguas matanzas de trabajadores socialistas, comunistas y anarquistas, en el transcurso de la primera mitad del siglo XX, y los asesinatos selectivos, casi de laboratorio, que se cometieron a partir aquel 16 de junio de 1955.

Entre las primeras masacres resalta la denominada “Semana Trágica”, en 1919, durante el gobierno de Hipólito Irigoyen, con alrededor de 700 muertos. Y los fusilamientos de la “Patagonia Rebelde”, entre 1920 y 1922, también bajo la presidencia de Irigoyen, con mil quinientos obreros rurales malogrados.

La siguiente oleada de masacres la inaugurarían precisamente los mismos artífices del bombardeo, con dos hechos casi simultáneos, ocurridos a meses de instaurarse la “Revolución Libertadora”: los fusilamientos en los basurales de José León Suárez, perpetrados el 9 de junio de 1956, donde hubo cinco muertos y siete sobrevivientes. Todos pertenecían a la Resistencia Peronista (el caso fue explorado por Rodolfo Walsh, en su libro Operación Masacre). Y tres días más tarde, los fusilamientos del general peronista Juan José Valle y 17 militares que lo acompañaron en su levantamiento contra el régimen de facto.

En los gobiernos militares posteriores, especialmente a partir de 1966 ya con el general Juan Carlos Onganía en el poder, se aplicarían métodos acordes con la “Doctrina de la Seguridad Nacional”. O sea, la “guerra de inteligencia”, donde –según la palabra de sus instructores– “las batallas más encarnizadas se desarrollan en los interrogatorios”. Un eufemismo para naturalizar la tortura.

Ya el 22 de agosto de 1972, el fusilamiento de 19 guerrilleros del ERP, FAR y Montoneros (tres sobrevivieron) en la Base Aeronaval “Almirante Zar”, de Trelew (otra vez “la valiente muchachada de la Armada” en acción) resultó un ominoso anticipo de los tiempos por venir.

Los 30.000 desaparecidos durante la última dictadura dan cuenta de ello. Y también de que el terrorismo de Estado en Argentina es el hijo pródigo de las bombas arrojadas contra la población el 16 de junio de 1955.

Hasta hay una parábola genética al respecto.

¿Acaso el ya olvidado Jorge Enrique Perrén (quien culminó su trayectoria naval con el grado de contralmirante) habría reflexionado sobre tal cuestión con su primogénito, ese adolescente bautizado con sus mismos nombres de pila, que lo vio salir del hogar antes de bombardeo?

Pues bien, Jorge Enrique Perren (h), quien heredó la vocación naval del papá (llegando al grado de capitán), terminó sus días en un penal, condenado a perpetuidad por crímenes de lesa humanidad cometidos en la ESMA.

Vueltas de la vida. «

 

Nota de Ricardo Ragendorfer para Tiempo Argentino