La desigualdad extrema, el malestar de la época
- Publicado el 09/01/2025
En este escrito abordaremos los efectos de la concentración de la riqueza en la salud mental, en el sujeto y en la sociedad.
Cada época tiene sus propios malestares, y la nuestra ha estado marcada por la pandemia del covid-19. En este contexto, nos reconocemos como sobrevivientes de una calamidad global cuyas secuelas traumáticas aún persisten. Entre ellas destacan la ruptura de las coordenadas temporo-espaciales, los procesos de duelo no elaborados, el aumento de la angustia, la caída en el sinsentido, en el insomnio y el incremento de sentimientos de vacío y odio.
Desde una perspectiva socioeconómica, el impacto económico de la pandemia fue devastador para la mayoría, mientras que unos pocos experimentaron un crecimiento exponencial en sus fortunas. Según un informe de la organización internacional Oxfam, el 99 por ciento de la población mundial enfrentó dificultades económicas, mientras que los más ricos duplicaron con creces sus patrimonios en este período.
En nuestro país, la administración actual ha incrementado significativamente la desigualdad y la pobreza, alcanzando niveles alarmantes: un 55 por ciento de la población vive en condiciones de pobreza, mientras que el 10 por ciento más rico concentra una proporción cada vez mayor del ingreso total.
Un informe reciente de las Naciones Unidas (ONU), presentado por Olivier De Schutter, relator especial sobre Pobreza Extrema y Derechos Humanos, advierte que vivir en condiciones de pobreza triplica las probabilidades de padecer problemas mentales. Este vínculo entre pobreza, desigualdad y salud mental también es respaldado por la Organización Mundial de la Salud (OMS), que reporta que cada año más de 800.000 personas se suicidan, siendo el 75 por ciento de los casos en países de ingresos bajos y medios.
Es evidente que la concentración de riqueza extrema no solo perpetúa la desigualdad económica, sino que también genera sufrimiento subjetivo, padecimiento que se traduce en sentimientos de tristeza, angustia y melancolía, además de contribuir a la mortalidad por causas evitables.
Según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), en 2022 Argentina se posicionó como el tercer mayor exportador neto de alimentos a nivel mundial, superada únicamente por Brasil y Estados Unidos en términos de toneladas exportadas. Nuestro país produce alimentos suficientes para abastecer a más de 400 millones de personas. Sin embargo, esta capacidad contrasta profundamente con la realidad social: más de siete millones de niñas y niños argentinos viven en la pobreza, y un millón de ellos se van a la cama sin cenar cada noche, según un estudio de Unicef. El mismo informe señala que alrededor de 10 millones de menores han reducido su consumo de carne y lácteos en comparación con el año anterior, reflejo del agravamiento de la inseguridad alimentaria.
Mientras tanto, un informe de Forbes revela que, en abril de 2024, había 2.781 personas en el mundo con fortunas superiores a los 1.000 millones de dólares. Según el informe de riqueza global de 2021, publicado por Credit Suisse, el 45,8 por ciento de la riqueza mundial está concentrada en manos del 1,1 por ciento más rico de la población. Este grupo es tan reducido que podría contarse en una sola lista, y su riqueza supera la de 4.600 millones de personas, es decir, el 60 po ciento de la población global.
Durante la última década, los multimillonarios han acumulado el 50 por ciento de la nueva riqueza generada en el mundo. Este fenómeno no solo persiste, sino que se acelera: las fortunas de este grupo crecen a un ritmo de 2.700 millones de dólares diarios. Al mismo tiempo, al menos 1.700 millones de trabajadoras y trabajadores viven en países donde la inflación supera el crecimiento de los salarios, según datos de Oxfam.
A pesar de su riqueza desproporcionada, estos grupos contribuyen de manera mínima a los sistemas fiscales globales. Esto refleja una falta de solidaridad estructural que perpetúa la desigualdad. Esta dinámica no solo pone en riesgo el bienestar general y el equilibrio social, sino que también amenaza la estabilidad de las democracias, del Estado de derecho y, paradójicamente, los propios mercados que sostienen el capitalismo. Además, es tendencia entre estos sujetos construir búnkeres de lujos, como si supieran algo que nosotros no o simplemente saben que este sistema de concentración llevará a una desestabilización mundial.
Los miembros de la administración actual en nuestro país son fieles representantes y empleados de estos supermillonarios. Son hablados por ellos y felicitados abiertamente en la construcción de la desigualdad, el hambre y la pobreza.
La desigualdad no solo es una cuestión económica, sino también un problema ético y político. Los informes de la coalición internacional contra la pobreza, Oxfam, señalan que los ultrarricos y las megacorporaciones moldean las reglas globales para maximizar sus beneficios a expensas de la mayoría. Este proceso perpetúa y profundiza la desigualdad, mientras obstaculiza cualquier avance hacia sociedades más equitativas. Los datos son elocuentes: el 1 por ciento más rico ha acaparado casi dos tercios de la nueva riqueza generada a nivel mundial desde 2020, lo que equivale a 42 billones de dólares. Este grupo ha capturado aproximadamente el 50 por ciento de la nueva riqueza generada en la última década.
Este nivel extremo de acumulación no solo exacerba las desigualdades sociales, sino que también contribuye directamente a crisis globales como el cambio climático. Según un informe de 2020 del Instituto de Medio Ambiente de Estocolmo, el 10 por ciento más rico del mundo es responsable de aproximadamente la mitad de las emisiones globales de gases de efecto invernadero. Esto demuestra cómo los estilos de vida excesivamente consumistas de las élites económicas tienen un impacto desproporcionado en el planeta, afectando principalmente a las comunidades más vulnerables.
Desde una perspectiva psicoanalítica, resulta pertinente explorar el psiquismo de estos sujetos que protagonizan esta acumulación desenfrenada.
En un primer acercamiento, podría interpretarse que estos sujetos encuentran satisfacción en la concentración de bienes y poder. Sin embargo, sus acciones también parecen reflejar un goce oscuro, ligado a la pulsión de muerte, donde el sufrimiento ajeno se convierte en un elemento indiferente o incluso instrumental. ¿Disfrutan consciente e inconscientemente en producir pobreza y hambre?
Estas actitudes deshumanizantes cuestionan el lugar que ocupan estas personas en la sociedad global. ¿Podemos considerarlos como referentes morales, modelos a seguir o "gurús" del mercado? La respuesta parece evidente: su insensibilidad hacia las necesidades del otro, su crueldad estructural y su contribución al malestar social descalifican cualquier intento de idealización.
El impacto subjetivo de esta desigualdad no solo se limita a quienes la sufren directamente. La concentración extrema de riqueza también genera desconfianza social, resentimiento y una sensación generalizada de injusticia que erosiona el tejido social.
Este fenómeno de concentración de riqueza es el malestar de la época y uno de los mayores problemas que enfrenta la humanidad hoy. En un mundo donde unos pocos acumulan una cantidad de recursos que excede lo imaginable, mientras que millones viven en la pobreza extrema, el malestar social se intensifica. La situación actual plantea una amenaza directa a la estabilidad de las democracias y pone en riesgo el bienestar global. Esta disparidad no solo afecta a los sujetos, sino que también corroe las estructuras que permiten la convivencia en sociedad.
Este modelo de concentración ha dado lugar a un mundo profundamente desigual, donde los más ricos, en lugar de contribuir a la mejora de las condiciones generales, perpetúan sistemas que favorecen la concentración de poder y riqueza. El 1 por ciento más rico, con su acaparamiento desmesurado de recursos, ha creado un sistema donde el progreso económico global beneficia a una ínfima parte de la población, mientras que el resto queda atrapado en la precariedad. Este desequilibrio alimenta no solo la pobreza material, sino también el sufrimiento mental singular y colectivo.
Frente a esta realidad, no podemos quedarnos indiferentes. Es imperativo desnaturalizar estos problemas, visibilizarlos y generar una reflexión colectiva que permita pensar en soluciones estructurales. En este sentido, es fundamental exigir políticas públicas que redistribuyan la riqueza de manera más equitativa. La implementación de impuestos progresivos a las grandes fortunas podría ser una medida eficaz para corregir la grave desigualdad. Un estudio de Oxfam sugiere que con un impuesto del 5 por ciento a los multimillonarios, se podrían recaudar hasta 1,7 billones de dólares anuales, lo que permitiría sacar a 2.000 millones de personas de la pobreza.
Además, es necesario repensar el modelo económico global, teniendo en cuenta las consecuencias sociales, ambientales y psicológicas de la acumulación extrema de riqueza. La concentración de poder y recursos no solo es una cuestión económica, sino que está profundamente vinculada a la salud mental y al bienestar de la población. La falta de solidaridad y la indiferencia ante el sufrimiento ajeno son factores que deben ser abordados desde una perspectiva ética, para restaurar la justicia social y promover un futuro más sostenible y posible.
Conclusión
Este es el malestar de nuestra época: pocos tienen mucho y muchos tiene poco. El futuro de la humanidad está en juego y el bienestar de las generaciones futuras dependerá de las decisiones que tomemos hoy. La injusticia social, la pobreza y la concentración de la riqueza son problemas globales que requieren una respuesta inmediata y coherente. Debemos actuar con urgencia para revertir la tendencia de desigualdad extrema y fomentar una redistribución más justa de los recursos. La pobreza y el hambre global se terminarían con mínimo impuestos a estos 2751 supermillonarios. No nos olvidemos que el 75 por ciento de los suicidios se producen en países pobres o en vías de desarrollo OMS.
Es posible construir un mundo diferente, uno donde el bienestar colectivo prevalezca por encima de los intereses singulares desmedidos, simplemente porque somos el 99 por ciento restante. Esta es una oportunidad para redefinir el rumbo de la humanidad y garantizar un futuro más digno y equitativo para todos. No hay salud mental posible si sostenemos la concentración extrema como estética.
Gustavo F. Bertran es psicoanalista. Lic. en Ciencias de la Psicología (UBA). Especialista en Psicología Clínica (MSAL). Expresidente y miembro fundador de la Asociación Argentina de Salud Mental (AASM). Miembro vitalicio de la Word Federation for Mental Health.
Nota Página 12 -Por Gustavo Fernando Bertran