Cuando Lilia conoció a Rodolfo

  • Por Juan Francisco Vilches -
  • Publicado el 15/09/2019

El sábado por la tarde la joven Lilia Ferreyra pagó la semana de la pensión de estudiantes donde vivía y salió con una sonrisa. Era un día de sol de 1967 en Buenos Aires y ella estaba feliz: con el sueldo recién cobrado por su trabajo en el laboratorio químico iba a comprar un libro.
Un mes compraba un libro y otro mes almorzaba en un restorán con mantelito, esos eran sus lujos. Siempre recordaba una frase escuchada en reuniones familiares: “Nunca vayas a un restorán que no tiene manteles en las mesas”.  
Caminó hasta las librerías de calle Corrientes, donde luego de revolver algunas estanterías encontró un ejemplar de Un kilo de oro, el libro de Rodolfo Walsh editado ese año. La tapa, negra y amarilla, tenía la foto de una mujer de la alta sociedad con un paraguas cerrado, apuntando al piso. A sus 23 años Lilia tenía interés en conocer más en profundidad la obra de escritores argentinos actuales, así que Un kilo de oro fue su elección del mes. Lo compró, siguió caminando por el centro y se encontró con su amigo Eduardo Avrebuj en la puerta de la confitería La Paz.
Se ubicaron en una de las mesas donde compartían cafés y charlas en el mítico lugar de encuentro de los intelectuales porteños.

-Me compré el nuevo de Rodolfo Walsh -le contó Lilia, sacando el ejemplar de su cartera.
-Interesante tapa, sugestiva. Me dijeron que es muy bueno –respondió Eduardo observando el libro. Levantó la mirada y dijo tras unos segundos: -No puede ser. Ahí está Walsh.

En efecto, el escritor estaba sentado a tres mesas de distancia. Tenía 40 años, llevaba seis viviendo en el Delta y sus textos ya habían cambiado el periodismo y la literatura argentina.

Eduardo tomó el libro y se acercó a la mesa donde estaba Walsh:
-Maestro, disculpe la molestia. ¿Se lo puede dedicar a mi amiga? –preguntó.

-Sí, claro. ¿Cómo se llama?

-Lilia. Está ahí atrás.

Walsh se dio vuelta y sonrió a la joven que había quedado mirándolo petrificada de timidez. Luego, al salir del bar, él volvió a sonreírle y ella volvió a mirarlo. En esos minutos, aunque no lo supieran, sus vidas habían cambiado para siempre.   

 
                                                                                         

 

Lilia había nacido en Junín el 26 de mayo de 1943. Su padre fue delegado peronista de la Unión Molinera y su madre, maestra. El mandato de su familia de clase media era estudiar piano, ser maestra y por último conocer a un buen muchacho y formar una familia. Pero algo pareció cortar esa cadena: la muerte de su madre, cuando Lilia tenía 13 años, fue un tremendo golpe que hizo que comenzara a ver la realidad desde otro lugar. La literatura, sobre todo los escritores rusos empezando por Dostoievsky, fueron su refugio.

Al terminar la secundaria consiguió un empleo en Lestar Química, una conocida industria juninense que fabrica y procesa distintos productos. Su capacidad y su fascinación por la química hicieron que rápidamente fuera una operaria calificada en la empresa, haciendo control de calidad de productos elaborados. En paralelo había comenzado el profesorado en Lengua. En esa época fue el germen de su compromiso político: cuando por las tardecitas intentaba hacer un trabajo sobre Shakespeare, pasaba a visitarla un compañero de trabajo que le hablaba de San Martín, Rosas y Perón.

Una mañana la llamó a su oficina el ingeniero Ballestrini, dueño de Lestar. “Lilia, tenés una gran capacidad. Es un pecado que no estudies química. Te conseguimos el traslado a una empresa que tenemos en Buenos Aires, para que puedas anotarte en Facultad de Ciencias Exactas”.

Los mandatos siguen caminos extraños: un poco más de un año después de esa charla con su jefe, una mañana de 1967, estaba en el bar La Paz de calle Corrientes conociendo a un buen muchacho.

 

                                                                                                     

 

Al mes siguiente de aquella tarde de 1967, de la compra del libro y del casual intercambio con su autor, a Lilia le tocaba la cena en el restorán con mantelito. No había vuelto a ver a Walsh, pese a ir bastante seguido al bar La Paz. (Luego se enteraría por qué: recién distanciado de su tercera mujer Piri Lugones, al no haber ningún compromiso legal ni bienes de por medio, habían decidido una separación de territorios. Para no cruzarse, Rodolfo tenía prohibido ir a los bares de mano izquierda de Corrientes, bajando al Obelisco, y Piri tenía prohibido ir a los bares de mano derecha. Rodolfo solo incumplió la promesa aquella tarde cuando conoció a Lilia).

Solitaria pero siguiendo con sus ritos, la joven fue a Chiquilín, en Sarmiento y Montevideo. Entró al restorán, estaba lleno. Antes de volverse hacia la puerta vio un brazo que se levantaba desde el fondo. Era Walsh que la invitaba a sentarse a su mesa.

-Soy Lilia, ¿te acordás de mí? –le preguntó, nerviosa e incrédula ante tantas casualidades.

-¡Claro que sí! Disculpame por no haberte invitado a tomar un café aquella vez en La Paz. Hoy te invito a cenar –le respondió Walsh.

-Gracias. Acepto –dijo Lilia, sentándose.

-No parecés de acá. ¿De dónde sos? –preguntó Rodolfo.

-De Junín. Junín provincia de Buenos Aires.

-¿En serio? –ahora el incrédulo era Walsh-. Mi madre, Dora Gill, nació en Junín en 1898. Y también mi tío. Descendientes de irlandeses, claro. Cuando conoció a mi viejo se fueron a Río Negro. Yo nací en Choele Choel. ¿Sabés que quiere decir Choele Choel? Corazón de palo.

-¿Y vos tenés el corazón de palo?

-Mis ex mujeres coinciden en que sí.

La charla que siguió sobre literatura, política, Cuba, química, Perón, dónde vivir, milicos, hormigas, el Che, infancia, el Tigre, montoneros, gatos y miles de tópicos más tuvo intervalos de amor, sexo y trabajo y terminó el 25 de marzo de 1977. Ese día Walsh fue fusilado en la calle por un grupo de tareas de la Dictadura horas después de terminar, con ayuda de Lilia, su Carta Abierta de un escritor a la Junta Militar. El cuerpo nunca fue encontrado. Oficialmente, Walsh está desaparecido.

 

A Lilia fueron buscarla con sed de sangre a la casa de San Vicente, donde vivían con Rodolfo disfrazados de ancianos. No la encontraron por unos minutos. Fueron momentos de escape desesperado con la muerte respirándole con aliento militar en la nuca. No derramó una sola lágrima hasta llegar a México, donde, a salvo, cayó de rodillas y se desahogó frente su amigo Nicolás Casullo.

Ese llanto de dolor fue transformándose en orgullo y militancia. Años después, con otros aires en nuestro país, declaró como testigo en la megacausa ESMA, juicio en el que fueron condenados los responsables de la desaparición del escritor, entre otros, el Tigre Acosta y Alfredo Astiz. “En un diálogo imposible porque trasciende la muerte, quisiera decirle: Rodolfo, te escucharon. La Carta llegó hasta aquí. La esperanza insobornable de tu apuesta al futuro alumbra este día de justicia”, diría luego de la sentencia. 

Lilia murió en 2015, luego de llevar con valentía y dignidad el legado de Rodolfo, de hablar miles de veces de él, y de narrar una y otra vez aquel encuentro fortuito en el bar La Paz que cambiaría sus vidas. Una de sus luchas de los últimos años fue intentar recuperar parte de la obra que la fuerza de tareas naval secuestró cuando arrasó la casa de San Vicente.

De esos textos, sobrevivió parte de un diario privado que llevaba Rodolfo. En la página que corresponde al día 14 de marzo de 1972, Walsh escribió: “Las cosas que quiero: Lilia mis hijas el trabajo oscuro que hago los compañeros el futuro los que no obedecen los que no se rinden los que piensan y forjan y planean los que actúan el análisis claro la revelación de lo escondido el método cotidiano la furia fría los títulos brillantes de mañana la alegría de todos la alegría general que ha de venir un día la gente abrazándose la pareja en su amor la esperanza insobornable la sumersión en los otros”.