Crónica de un hogar Hospice, algunas horas con la muerte
- Por Matias Canzonetta -
- mrcanzonetta@hotmail.com --
- Publicado el 05/05/2019
Un hogar HOSPICE, en un lugar de Buenos Aires, una casa atendida por voluntarios y profesionales de la salud, una casa con muchas habitaciones, cómoda, con un living enorme, patio luminoso y un gato llamado Camilo, de ojos amarillos, de pelo blanco y negro, que observa cada movimiento agazapado y desafiante.
En el Hospice las personas esperan la muerte con dignidad. Llegan solas, o acompañadas por familiares, llegan a una casa de la que ya no saldrán con vida. Enfrentan a la huesuda casi con amistad. Y se refugian en el amor y el acompañamiento cuando ya no queda nada por hacer.
“El Movimiento Hospice” difunde una filosofía del cuidado hacia una persona enferma que se encuentra transitando el final de la vida; ya sea por la evolución de una enfermedad incurable o por la progresión natural de su envejecimiento.
A través del método de Cuidados Paliativos, el Movimiento Hospice ofrece un tratamiento especial por medio de un equipo de voluntarios y profesionales que ayuda a integrar la multiplicidad de dimensiones de la persona, en especial la espiritual, con el objetivo último de lograr los cuidados humanos integrales necesarios en el paso trascendente del enfermo.
“En la vida hay que agarrar las rosas, pincharse y volver a intentarlo, y si es necesario pincharse todos los días, pero seguir”, nos dice Javier. Él es voluntario en el centro de atención Hospice.
El movimiento Hospice difunde una filosofía del ciudadano hacia una persona enferma que se encuentra transitando el final de la vida. Que está a punto de morir, hoy, ahora.
Charlé con varios de los voluntarios, me cuentan que son más de 150, y se turnan en tres grupos por día. Nadie trabaja dos días seguidos. Eso también ayuda al trato que todos tienen con los huéspedes. En un día dejan la garra y el profesionalismo para hacer sentir bien a una persona que está a punto de morir.
Osvaldo es un huésped que ingresó esta semana. “Tengo un sobrino de 11 años que me da las fuerzas para estar vivo”. Osvaldo no quiere sufrir más. Se siente entregadamente en paz. Se acomoda en la silla, le duele hasta la punta de la uña.
“Este dolor no se lo deseo ni a mi propio enemigo”.
“El pucho me manejó flaco”, me dice.
Osvaldo tiene cáncer de pulmón avanzando, y no sabe si mañana se despierta.
Osvaldo está sentado al sol, en el patio del Hospice. “Acá no me siento encerrado, los hospitales son lugares fríos, acá estoy como en mi casa”.
A Osvaldo lo cruza la historia de un amor que dejó. Se alejó de ella porque pensaba que su enfermedad los iba a complicar económicamente y ella tenía dos hijas que cuidar.
“Estoy tranquilo, ella sabe que estoy acá, soy buena gente-risas- y en el barrio siempre se corre el rumor de mi salud”.
Osvaldo no volvió a verla nunca más. Osvaldo tiene 45 años, cierra los ojos, busca un rayo de sol.
-¿Hace un rato te prendiste un pucho? le digo.
-“Es que ya estoy jugado, un pucho a esta altura”
-Y mientras fumabas leías un libro…
-“Es un libro de jardinería, estoy aprendiendo sobre el bonsái, me gustan las plantas, pero ya no puedo podar grandes árboles, ni cortar ramas, necesito algo que esté a mi alcance”.
Osvaldo no tiene fuerzas, y hace su duelo también de lo que la enfermedad le va prohibiendo hacer. Solo algunas pequeñas fuerzas y movimientos. Era herrero y me dijo que no solo es hacer rejas, también es arte. “Es inventar, crear” cuenta.
Osvaldo sabe que se va a morir y prefiere eso antes que el dolor. Me cuenta que lo mejor que tiene la vida es “la familia y que todo lo demás es verso”. Charlamos mucho más, hasta que el sol se fue del patio, hasta que Osvaldo decidió volver a su habitación.
“La vida es una melodía”. Nos cuenta un voluntario.
La muerte llegó, uno de los huéspedes murió. En el Hospice hay una pequeña capilla donde le dan el último adiós en una reunión intima entre familiares y amigos. La pérdida de una persona se transforma en acompañamientoal círculo íntimo de familia.
Todo sigue con normalidad, se acerca la hora del almuerzo. Las y los voluntarios estaban preparando ñoquis caseros. La cocina tiene mucha luz, con ventanales que se puede observar el patio, el living también tiene ventanales con salida al patio, y desde las habitaciones también.
Queda una habitación libre, un lugar más esperando por la muerte. Por esa intriga que todos tenemos, por ese futuro incierto de la vida eterna entre religiones, filosofías y estilos de vida.
Claudia y sus pinturas
Pinta una cruz, se aferra a dios y agradece estar en el Hospice. Claudia tiene una enfermedad ósea que le come los días, las horas. En el hospital le dieron 48 hs, en el Hospice hace 2 meses que está, pero ella sabe que su salud no está bien, aunque su ánimo mejora con los días.
Claudia me habla sonriendo, tiene una paz interior jamás vista a cualquier mortal. Tiene 60 años, y su hijo de 25 años la acompaña día y noche.
“Con algunos voluntarios soy más compinche” me dice, se ríe. “Igual les pido caramelos a todos”.
A la muerte se la espera de pie y con decencia. La pintura la ayuda a pasar sus días, hizo una exposición en el Hospice y nos quiere regalar un cuadro.
A orilla de la salamandra
En el living de la casa, cerca de la salamandra está sentada Mónica, en un sillón color verde loro, parece un sillón de esos de épocas, con respaldar alto, como los que usaban los reyes cuando esperaban a su bufón.
Claudia teje, todo el día. Cuando llegó al Hospice no tenía pelo, su salud era crítica, pero en el Hospice encontró una lentitud para su enfermedad. Le creció el pelo, aumento de peso, se motivó y hoy teje gorros de lana para los pibes de Villa La Cava.
“No puedo ir a entregarlos porque mi salud no me permite salir y mucho menos con estas bajas temperaturas, pero Socorro que es voluntaria lo hace”.
Mónica sufrió una historia de abandono desde que nació, sus vínculos familiares no estuvieron, su vida pasó entre Argentina y Estados Unidos.
“Si me quedaba en Estados Unidos me moría el primer día, la salud es solo para ricos, por eso creo que por algo pasan las cosas”.
Mónica hace una vida normal dentro de la casa, se levanta a las 8 am, desayuna, y me cuenta que ayer cenó milanesas fritas, con papas fritas y huevos fritos.
“Cuando lo conté en el hospital no me creían, acá es una casa, es mi casa”
Mónica tiene 62 años, nos esperó con ansias para charlar. Se puso aros redondos, pañuelo de seda en el cuello color verde, se maquilló y nos esperó. Aunque los voluntarios nos cuenten que la semana pasada se encerró en su cuarto y no quería salir más.
Soy tímida, nos dijo. Terminó hablando hasta por los codos. Con Mónica nos quedamos hablando hasta la hora de la merienda.
“Acá voy a morir en paz, me despido sin dolor”. Mónica tiene cáncer.
La muerte ataca, pero el dolor corporal es más fuerte que la partida misma.
Mónica siguió tejiendo, está terminando un gorro color bordo, saca sus moldes de internet y me cuenta que todas las noches se conecta a Facebook.
Mónica vuelve a su habitación. Nos saluda, nos damos un abrazo, nos agradece. Se fue con una sonrisa.