Cuando Evita conoció a Roberto

  • Por Juan Francisco Vilches -
  • Publicado el 29/12/2019

Una medianoche de 1939, Roberto Arlt caminaba por la vereda de la calle Corrientes. Hablaba solo, casi gritando.

-¡Roberto! –Lo llamó desde enfrente su amigo César Tiempo. Se llamaba en realidad Israel Zeitlin y había nacido en Yekaterinoslav, Ucrania. Era por entonces un cronista teatral. Se puso ese seudónimo porque en idioma alemán “zeit” quiere decir “tiempo” y “lin” viene del verbo “cesar”.

Arlt pareció no escucharlo y siguió caminando y hablando solo. Tiempo decidió cruzarse para que lo viera.

-¡Roberto! ¿Cómo estás? –dijo interponiéndose en su camino .

 El escritor dejó su monólogo como despertando de un sueño y lo saludó con un abrazo:

-¡César querido! ¿Cómo andás? Vení, vamos a tomar un café.

Para ese entonces Roberto Arlt, de 39 años, ya había escrito casi la totalidad de su obra, vasta e inclasificable. Sus cuentos, novelas, obras de teatro y notas periodísticas tenían llegada al público masivo pero las academias no le abrirían las puertas con facilidad. Por el contrario, la elite cultural argentina decía que escribía mal o ni siquiera lo tomaba en serio.  

Roberto Arlt, en un balcón de Buenos Aires 

 

Entraron al bar La Terraza, en Corrientes entre Sáenz Peña y Montevideo. Mientras buscaban donde sentarse, Tiempo reconoció a la actriz Helena Zucotti, que los invitaba a su mesa. Estaba junto a una joven delgada y morocha, también actriz, que la acompañaba por entonces en la obra “Mercado de Amor en Argelia”, en el teatro Astral. Se llamaba Eva Duarte. El crítico las conocía a ambas, ya que habían pasado por la redacción del diario donde trabaja en búsqueda de la publicación de alguna gacetilla. Roberto Arlt no las conocía.

-Siéntense por favor. ¿Qué cuentan? –dijo Helena luego de saludos y presentaciones. Pidieron cafés y comenzaron a charlar.

Eva tenía 20 años, ya no pasaba hambre y casi no lloraba. Había llegado desde Junín a los 16, sola, con la ilusión de triunfar en el mundo del espectáculo. Debutó a los pocos meses en la obra “La señora de los Pérez” sin pronunciar una palabra, y siguió, con poco parlamento, en “Cada casa es un mundo”. Soportó la humedad de las pensiones, la miseria por la paga escasa, el ninguneo del ambiente hacia los recién llegados del interior y el avance de los hombres ante una mujer joven, bonita y pobre.
En el momento del encuentro con Arlt, gracias a los radioteatros comenzaba a hacerse un nombre, y luchaba por su tapa en la revista Antena.

Eva Duarte, actriz

 

-¿A quién se le ocurrió poner la estatua de Florencio Sánchez en Garay y Chiclana? ¿Me quieren decir? –preguntó Arlt, después de tomar su café y un rato sin hablar. Estaba indignado. Sánchez, periodista y dramaturgo nacido en Uruguay, autor de “M’ijo el dotor” y “Canillita”, de una vida agitada por su vinculación al socialismo y al anarquismo, había sido homenajeado en un lugar que súbitamente puso furioso al escritor.    

-Seguro que se le ocurrió a alguno de la Municipalidad que no tiene idea –respondió Eva.

-Florencio Sánchez tenía que estar acá –dijo Arlt señalando hacia afuera-. Acá en la calle Corrientes. En cualquier esquina. Frente a cualquier café. No estaría solo: lo acompañarían sus hermanos canillitas, esos canillitas que le ofrecen el diario a las bataclanas como si fuera un ramo de flores –e hizo el gesto, teatral-. Y los muchachos aprendices de escritores que le dirían desde adentro del café: “¡Algún día seremos como vos, Florencio!”. Y las actrices viejas lo recordarían: “Cómo le gustaban a Florencio las mujeres y el arte”.  Y me la juego que él estaría contento.

Con su histrionismo, Arlt había captado la atención de las mesas cercanas. Hablaba fuerte y convencido.

-Florencio estaría siempre acompañado aquí en la calle Corrientes. Acompañado cuando las muchachas trasnochadoras se asomen a los balcones a las once de la mañana para ver cómo viene despuntando el día. Acompañado por los actores que van a la una de la tarde a tomar el vermouth. Acompañado por el poeta borracho de la madrugada…  

Estatua de Florencio Sánchez en el barrio San Cristóbal

-¿A qué altura de la calle pondrías la estatua? –le preguntó Cesar Tiempo.

-Querido César, pondría su estatua… ¡frente al Politeama! –dijo Arlt parándose y señalado hacia donde estaba ubicado el teatro, entre Maipú y Esmeralda. El movimiento fue brusco y volteó con su mano la taza con el café con leche que estaba tomando Helena Zucotti, cuyo contenido cayó el sobre el vestido de Eva Duarte. Arlt sobreactuó su consternación y se arrodilló pidiéndole perdón a Eva, que salió para el baño para intentar limpiarse. 

La joven actriz volvió en unos minutos y aceptó las disculpas del escritor, quien ya más calmado le acomodó la silla para que se sentara. Eva tuvo entonces un ataque de tos, que soportó sonriendo. A César Tiempo, quien recordaría este encuentro en su libro Mano de Obra, le pareció “una tierna y dolorosa heroína de Murger”, autor francés costumbrista del siglo XIX.

-Me voy a morir pronto –dijo Eva sin dejar de sonreir y de toser.

-No te preocupés, pebeta –le dijo Arlt. Así como ves, yo, que parezco un caballo, me voy a morir antes que vos.  

-¿Te parece? –preguntó Eva.

-¿Querés apostar algo? –dijo el escritor, ahora sonriendo él.

César Tiempo con su Olivetti 

Nunca apostaron. Ella se fue con su amiga un rato más tarde, y él siguió charlando con su amigo hasta las primeras luces del alba. Hubiera ganado Arlt: el escritor que había nacido con el siglo murió poco tiempo después, el 26 de julio de 1942, a los 42 años, tras sufrir un paro cardíaco. Excepto en el diario El Mundo, donde trabajaba y publicaba sus Aguafuertes, las reseñas sobre su deceso fueron breves y distantes.  

Eva murió a los 33 años, el 26 de julio de 1952, exactamente una década después que Roberto, a causa de un cáncer. De la mano de Juan Perón, su breve paso por la vida política del país tuvo la fuerza y la luminosidad de un rayo -que aún alumbra en los hogares humildes y en los corazones combativos-. Fue una de las mujeres más importantes de la Historia. En su funeral, dos millones de personas le dieron el último adiós.

Después de aquel momento, Israel Zeitlin, quien era César Tiempo, y también era Clara Beter, publicó cientos de artículos, poesías, ensayos, guiones radiales, teatrales y cinematográficos, intenso, incesante, hasta su muerte en 1980. 

Quizás no sea aventurado afirmar que escribió miles de páginas que pocos recuerdan solamente para dejar su testimonio sobre el encuentro, extraño e incómodo, una noche cualquiera en la calle Corrientes, entre dos personasr que dejaron una profunda huella –vaya si la dejaron- en la memoria y en el sentir de nuestro pueblo.